lunes, 12 de noviembre de 2012

Cómo aprenden los niños... sin conseguirlo

Cómo aprenden los niños… sin conseguirlo Lo que debemos recordar sobre la capacidad de los niños de ser conscientes de los errores, descubrirlos y corregírselos, es que lleva tiempo hacerlo, y que bajo presión y ansiedad no funciona en absoluto. Pero en la escuela casi nunca les damos el tiempo necesario. Cuando un niño en la escuela comete un error, por ejemplo, leyendo en voz alta en un grupo de lectura, recibe una señal instantánea del entorno. Quizás alguno de los otros niños del grupo, o de la clase, hará una risita tonta o se cubrirá la boca con la mano, o hará una mueca, o agitará sus manos en el aire –cualquier cosa que muestre a la maestra que él sabe más que el desafortunado lector–. Quizás la misma maestra corregirá el error, o dirá “¿Estás seguro?”, o preguntará a otro alumno “¿Y a ti qué te parece?”. Quizás si la maestra es amable y comprensiva, como muchas lo son, se limitará a esbozar una dulce y triste sonrisa –lo que desde el punto de vista del niño es uno de los castigos más severos que ofrece la escuela, ya que le muestra que ha herido y enfadado a la persona de cuyo apoyo y aprobación ha sido enseñado a depender–. Sea lo que sea, ocurrirá algo que le indicar al niño, no sólo que ha hecho algo tonto de lo que avergonzarse, sino que todos y cada uno de los que le rodean saben que lo ha hecho. Como casi cualquiera en una situación así, se sentirá incómodo y pasará vergüenza, lo suficiente como para paralizar su razonamiento. Incluso si tiene la suficiente sangre fría y confianza en sí mismo para poder aguantar haber cometido un error así en público, no se le dará tiempo para buscar, encontrar y corregir su fallo. A los maestros no sólo les gustan las respuestas correctas, les gustan también rápidas. Si un niño no puede corregir inmediatamente su error, alguien se lo corregirá. El resultado de todo esto es una enorme pérdida. Contra más utiliza un niño su sentido de la coherencia, de cosas que encajan y cobran sentido, para encontrar y corregir sus propios errores, más sentirá la utilidad de esta forma de utilizar su mente y mejor llegará a hacerlo. Sentirá cada vez más y más que él puede resolver por sí mismo, al menos la mayor parte de las veces, qué respuestas tienen sentido y cuáles no. Pero si, tal y como ocurre habitualmente, le señalamos todos los errores en el mismo momento que los comete y, aún peor, se los corregimos en lugar de que lo haga él, su capacidad de auto revisión y auto corrección no se desarrollará, sino que se irá extinguiendo. Dejará de sentir que la tiene, que la tuvo, o incluso que la puede tener. Se convertirá en aquellos alumnos de quinto curso1 que conocí –muchos de ellos estudiantes con ‘éxito’– que solían traerme escritos y me preguntaban, “¿Está bien?”, y cuando les respondía “¿Y a ti qué te parece?” me miraban como si yo estuviera loco. ¿Qué pensaban ellos? ¿Qué era lo que ellos creían que había que hacer para que estuviera bien? Bien estaba lo que la maestra decía que estaba bien, fuera lo que fuese. Hace poco, he oído a estudiantes mucho mayores, también capaces y con éxito, decir exactamente lo mismo. Ellos eran incapaces de emitir juicio alguno sobre su propio trabajo; eran los maestros los que tenían la capacidad de decidir. Una de las cosas más importantes que los maestros pueden hacer por cualquier aprendiz es conseguir que cada vez sea menos dependiente de ellos. Necesitamos proporcionar a los estudiantes formas de resolver por ellos mismos si lo que han hecho es correcto y tienen sentido. El otro día decidí hablar sobre lo que ocurre cuando no entiendes lo que está pasando. Habíamos estado charlando de unas cosas y otras, y todos parecían estar en un estado de relajación mental, y entonces dije “Sabéis, hay algo que me gustaría saber y me pregunto si podríais decírmelo”. Ellos dijeron “¿Qué?”. Yo respondí “¿Qué pensáis, qué pasa por vuestra cabeza, cuando el maestro os hace una pregunta y vosotros no conocéis la respuesta?”. Resultó ser una bomba. Instantáneamente el aula se tiñó de un silencio paralizante. Todos me miraron fijamente con la mirada que yo había aprendido a reconocer como una expresión llena de tensión. Durante mucho rato no hubo ni un ruido. Al final Ben, que es más atrevido que el resto, rompió la tensión, a la vez que respondió a mi pregunta diciendo en voz alta “¡Glup!”. Habló por todos. Todos comenzaron a hablar a gritos, y todos decían lo mismo, que cuando un maestro les pregunta algo para lo que no tienen respuesta se quedan medio 1 En los Estados Unidos las Elementary Schools, las escuelas de educación primaria, tienen, al menos, seis cursos, comenzando la asistencia obligatoria alrededor de los seis años de edad hasta los doce, si bien algunas escuelas llegan hasta los catorce años con ocho cursos. muertos de miedo. Me quedé de piedra –por saber que esto ocurría en una escuela que la gente consideraba que era progresista, que daba lo mejor de sí para evitar presionar a los niños pequeños, que no ponía notas en los primeros cursos, que intentaba evitar que los niños sintieran que formaban parte de algún tipo de competición. Les pregunté por qué se sentían tan apurados. Dijeron que tenían miedo de equivocarse, de quedarse retrasados, de que les llamasen tontos, de sentirse tontos. Tontos. ¿Por qué es tan tremendamente insultante para estos niños, prácticamente la peor de las cosas que ellos creen que pueden llamarse? ¿Dónde han aprendido esto? Incluso en la más amable y gentil de las escuelas, los niños tienen miedo, muchos de ellos durante la mayor parte del tiempo; algunos casi todo el tiempo. Este es un hecho vital con el que se hace difícil convivir. ¿Qué podemos hacer al respecto? Esto me hace pensar sobre el trabajo escrito. Algunos dicen que los niños consiguen seguridad haciendo gran cantidad de trabajo escrito. Puede ser. Pero supongamos que se le dice a cada maestro de la escuela que tiene que hacer diez páginas de problemas adicionales, en un tiempo dado limitado y sin cometer errores, o perderá su puesto de trabajo. Incluso si el tiempo que se da es suficiente para hacer con cuidado todos los problemas y para repasarlos, es probable que ningún maestro consiga hacer un trabajo perfecto. Su ansiedad aumentará, al igual que me ocurre a mí cuando toco la flauta, hasta debilitar o incluso destruir su coordinación y confianza. ¿Te has descubierto alguna vez a ti mismo, mientras resuelves un problema sencillo de aritmética, comprobando la respuesta una y otra vez, como si no creyeses que lo hayas resuelto correctamente? Yo sí. Si te apuntaran con una pistola, tal y como les pasa a los chicos de nuestras clases, sentiríamos esto más a menudo. Quizás los chicos necesiten hacer un montón de trabajo escrito, sobre todo en matemáticas; pero no suelen hacer mucho de una vez. Pide a los chicos que pasen toda la hora de clase delante de un papel, y con toda seguridad la ansiedad o el aburrimiento los conducirán a cometer errores tontos. Para mí era un misterio que los estudiantes que cometían más errores y que sacaban las peores notas fueran frecuentemente los primeros en entregar sus ejercicios. Yo solía decir, “Si acabas pronto, tómate tiempo para comprobar tus respuestas, resuelve de nuevo algunos problemas”. Típico consejo de maestro; podría haberles pedido igualmente que agitasen sus brazos y que salieran volando. Cuando el escrito se entregaba, la tensión desaparecía. Su destino ya estaba en manos de los dioses. Puede que les preocupase aún el suspender el ejercicio, pero era una especie de preocupación fatalista que no contenía el agonizante elemento de la existencia de una alternativa, no quedaba nada más que ellos pudieran hacer. Preocuparse de si habían hecho lo correcto, si bien era bastante doloroso, lo era menos que seguir preocupado en intentar hacer lo correcto. En gran medida, la escuela es un lugar donde los chicos aprenden a ser tontos. Una conclusión deprimente, pero de la que es difícil escapar. Los niños no son tontos. Los niños de primer curso, segundo, incluso tercero, dan lo mejor de sí mismos poniendo el máximo entusiasmo en todo lo que hacen. Adoran la vida, la devoran, y es por ello por lo que aprenden tan rápido y son tan buena compañía. La apatía, el aburrimiento, la pérdida de entusiasmo, todo eso llega más tarde. Los niños llegan a la escuela curiosos; en pocos años la mayor parte de esa curiosidad ha muerto, o como mínimo está en silencio. Si no te proteges de las preguntas con los de primer o tercer curso, tendrás una avalancha; los de quinto no abren la boca. O bien no tienen preguntas que hacer o no las hacen. Piensan, “¿Dónde me lleva esto? ¿Dónde está la trampa?”. El año pasado, siendo consciente de que la autoconciencia y la vergüenza pueden silenciar a los niños, puse un buzón para preguntas en al aula, y les dije que yo respondería cualquier pregunta que pusieran en él. En cuatro meses conseguí una única pregunta, “¿Cuánto vive un oso?”. Mientras hablaba de la duración de la vida de los osos y demás criaturas, un chico dijo con impaciencia, “Venga hombre, ve ya al asunto”. Las expresiones de las caras de los chicos parecían decir, “Ya nos tienes aquí en la escuela; haznos hacer ya lo que sea que nos vas a pedir que hagamos”. La curiosidad, las preguntas, la especulación son cosas para fuera de la escuela, no para que sean tratadas dentro. El aburrimiento y la resistencia pueden causar en la escuela tanta estupidez como miedo. Da a un chico la clase de tarea que se hace en la escuela, y o bien le amedrentará hacerla, o se resistirá a hacerla, o si está dispuesto a hacerla la hará con fastidio, pondrá sólo parte de su atención, energía e inteligencia en hacerla. En una palabra, la hará de forma estúpida, incluso si la hace correctamente. Esto pronto se convierte en un hábito. Él se acostumbrará a trabajar a medio gas; desarrollará estrategias que le permitirán comportarse de esta manera. Con el tiempo incluso comenzará a pensar de sí mismo que se está convirtiendo en un tonto, que es lo que la mayoría de los de quinto curso piensan de ellos mismos, y a pensar que esa manera de funcionar a medio gas es la única posible para salir adelante en la escuela. Es perder el tiempo decir a esos estudiantes que presten atención y que piensen lo que están haciendo. Puedo verme a mí mismo ahora, en una de mis clases de álgebra de noveno curso en Colorado, mirando a uno de mis estudiantes suspendidos, un chico que ha conseguido quedarse congelado en su estupidez escolar, diciéndole en voz alta, “¡Piensa! ¡Piensa! ¡Piensa!”. Aliento perdido; ha olvidado cómo hacerlo. La estúpida manera –tímida, carente de imaginación, defensiva, evasiva– en que planteamos y tratamos los problemas de álgebra era, para entonces, la única manera que él conocía de abordarlos. Sus estrategias y expectativas se habían grabado en su memoria; ni siquiera podía imaginar otras. En verdad estaba dando lo mejor de su espantosa baja capacidad. Pedimos a los niños que pasen la mayor parte del día haciendo lo que algunos adultos hacen durante no más de una hora. ¿Cuántos de nosotros, asistiendo, digamos, a una conferencia que no nos interesa, podemos evitar que nuestra mente comience a divagar? Difícilmente alguno. Yo no, seguro. Y los niños tienen mucho menos control y conciencia de su atención que nosotros. De nada sirve que les chillemos para que presten atención. Si nos ponemos lo suficientemente duros, como pasa en muchas escuelas, podemos aterrorizar a una clase de niños y conseguir que se mantengan sentados y callados, cruzados de manos y con los ojos fijos en nosotros, o en algún otro; pero sus mentes estarán muy lejos. La atención de los niños debe ser atraída, atrapada y retenida, al igual que necesitamos un cebo para convencer a un huidizo animal salvaje de que se acerque. Si las situaciones, los materiales, los problemas que ponemos delante de un niño no le interesan, su atención se escabullirá hacia lo que le interese, y no volverá por más exhortaciones o amenazas que reciba. Un chico es más inteligente cuando la realidad que tiene delante le provoca un alto nivel de atención, interés, concentración, implicación –brevemente, cuando realmente le importa lo que está haciendo–. Esta es la razón por la que deberíamos hacer las aulas de las escuelas y el trabajo escolar tan interesante y emocionante como podamos, no sólo para conseguir que la escuela sea un lugar placentero, sino también para que los niños se comporten de manera inteligente y consigan el hábito de actuar inteligentemente. El caso contra el aburrimiento es el mismo que el caso contra el miedo: hace que los niños se comporten de forma estúpida, algunos a propósito, la mayoría porque no consiguen ayuda. Si esto dura lo suficiente, que es lo que ocurre en la escuela, olvidan lo que significa comprender algo, tal y como en su momento lo comprendían todo, con toda la capacidad de su mente y de sus sentidos; olvidan cómo ocuparse positivamente y con determinación de la vida y la experiencia, pensando y diciendo “¡Lo veo! ¡Lo entiendo! ¡Puedo hacerlo!”. John Holt, en Teaching and learning in the primary school, A. Pollard & J. Bourne, eds. (London, Routledge, 1997), págs. 7-11.

2 comentarios:

  1. Chicas, aquí os dejo un artículo que nos ha pasado el tutor de las prácticas. Igual a vosotras también os lo han pasado, sino... está fenomenal!!
    El archivo es un pdf, pero no he conseguido adjuntarlo... así que parece un poco pesado, pero está bien, una hojeada por encima!

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  2. Me parece un artículo muy interesante, sobretodo porque actualmente los niños, en general, están desmotivados y no tienen interés por lo que se da en las clases. Lo que está dentro de la escuela no les llama la atención y les parece aburrido. Todos los niños tienen capacidad de aprender y tienen habilidades que nosotras tenemos que despertar en ellos. Es importante no sólo esto, sino despertar su interés a través de temas que les resulten atractivos y que se acerquen más a la realidad.

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